![]() |
Esta foto pertenece a Soledad Aznarez para el diario La Nación. |
Sublime no es una palabra que esté en mi vocabulario.
Si excelente, si increíble. Pero nunca sublime. Y por una extraña razón (habrá
sido Something y su ukelele) esa fue la primera palabra que se me vino a la mente
para describir el recital de Paul McCartney en el Estadio Único. Cómo él, como
esa noche.
Que haya aparecido a las 21:20 de la noche no
fue casualidad. Las fotos y su historia pasaban por la pantalla. 73 años de
leyenda resumidos en una sola persona. Él, que tocó en los escenarios más
imponentes del mundo. Él, que fue parte de la mejor banda del universo. Él.
Los minutos pasaban, las señoras se frotaban
las manos, más por ansiedad que por el frío que no se notó porque el Estadio
estaba que ardía. “Yo me mandaba cartas con chicas de otros lugares para hablar
de ellos. Crecí escuchándolos, no puedo creer que hoy esté acá”, me decía casi
entre lágrimas la señora que estaba al lado mío en el medio del campo. Su
marido y mi novio se miraban y se reían. Había casi 45 años de diferencia
entre nosotras, pero sentíamos lo mismo.
El Estadio se puso negro, se prendieron las
luces y la gente empezó a gritar. Dos horas antes me estaba quejando porque la
gente era “muy civilizada” y no quería ser la única loca que gritara todas las
canciones. JA!, que equivocada estaba.
Primer acorde, silencio atroz, su voz que
inundó el Estadio, a las más de 60 mil personas que estábamos ahí y que dio inicio al anochecer de un día agitado. Comenzó la
locura, fue el principio del fin. De la vida como la conocías antes de
escucharlo en vivo, de saber que cualquier otra cosa que escuches después de la
primera de 39 canciones te iba a parecer ínfima, un sonido más después del gran
Sir Paul McCartney.
Con una sonrisa a flor de piel, simpático, pícaro,
bonito. Cantaba con la gente, nos escuchaba, se reía. “¿Qué onda, che?” preguntó, como si fuera uno más, como si quisiera
bajarse del escenario y ponerse a saltar con nosotros. La humildad y la vitalidad
se reflejaban en su cara, mientras tocaba el bajo y atinaba a tirarlo a la
tribuna que reía como loca con cada una de sus ocurrencias.
Parecía que estaba tocando en los barrios bajos
de Liverpool con tres amigos más, pero no. Estaba ahí, convirtiéndose en un
mito, recitando “Tres conejos en un árbol,
tocando el tambor, que sí, que no, que sí lo he visto yo”, que para
nosotros sonó más poético que el mejor soneto de Neruda.
El silencio solemne en Blackbird, la emoción
palpable en Something. Que Nancy, que Linda, que las letras que pasaban al
igual que su historia en Wings, The Beatles, como solista. Que él sigue
haciendo historia, como ese coro conmocionado en Hey Jude, que demostraba la
desesperación por aferrarnos unos últimos minutos a él, que no quería bajarse
de arriba del escenario.
Pero volvió una vez más, nos hizo gritar,
llorar, cantar, saltar. Que nos dolieran las piernas, la garganta y el corazón
por saber que quizás esa iba a ser la última noche, la última vez. Y se fue con
promesas de regresos, que nos dejaron ansiosos y llenos de esperanzas. Volvé
Paul, no dejes que este sea el final.
Noelia Torres, más #ChicaFan que nunca.
PD: No iba a hacer una crónica de este
recital. No me creía capaz (emocional, física y periodísticamente), pero acá
estoy una vez más. Escriba lo que escriba, a él le va a quedar chico, porque es inmenso. Pero tenía que hacerlo, catarsear, para poder -en vano- intentar superarlo.
1 comentarios
You have done such a wonderful job! I love your site, the layout and all your content.
ResponderEliminar